Texto: ¡DIOS MÍO, QUE CHUTAZO!

Compartimos con ustedes el siguiente texto de Luis Lassen Vera, profesor normalista de la JAN. Una versión modificada fue incluida en el libro "Como obras... Pagas" y "Relatos de Profesionales Oficios y Trabajos" (2011), de la Caja de Compensación Los Andes.



¡DIOS MÍO, QUE CHUTAZO!

Cerca del ombligo del siglo XX, estábamos por tercer año y ocurrió un hecho que hasta el día de hoy los sobrevivientes de ese curso recordamos como uno de los momentos más entretenidos de nuestro paso por la Normal. Lo protagonizó Huguito, para su mamá, “el Bala” para sus compañeros futuros profesores, los que le encasquetaron el apodo con no poca sorna, considerando que el muchacho alto, enjuto y desgarbado, aparte de su relativo éxito en los estudios, no destacaba precisamente por sus dotes como futbolista –requisito importantísimo para el reconocimiento dentro del curso- ni para otra actividad que contemplara utilizar su poco desarrollada motricidad fina, lo que desesperaba a Salvador Sierpe y Rubén Astudillo, profesores de la asignatura. Así el joven, aunque consiguió que sus padres le compraran unos muy caros bototos con estoperoles que la publicidad pontificaba como “el secreto de los goleadores” y con los que junto a unos calcetines chilotes enfundaba sus torcidas y peludas extremidades literalmente inferiores, nunca logró quedar entre los seleccionados para el equipo titular del curso, ni siquiera como reserva de los reservas. Eso sí, aquel maravilloso calzado se convirtió en el terror de las canillas de adversarios y a veces de sus propios compañeros de equipo, que en la pichanga recibían una dolorosa caricia, cuando la zurda, en vez de pegarle a la pelota seguía su camino hasta una tibia, lo que era seguido de una nerviosa, alocada pero sincera disculpa. Los maledicentes afirman que esa arma también fue utilizada para zanjar alguna disputa por faldas, aunque esto no me consta. Si no fuera por su generosidad al compartir los deliciosos sándwiches y kúchenes que mamita le preparaba y que portaba orgulloso, envueltos en impecables servilletas bordadas, el mozalbete se habría quedado sin amigos.

Antes de terminar la hora de Educación Física, tradicionalmente, el profesor concedía veinte minutos para que los alumnos practicaran un deporte: para la mayoría y si estaba habilitada, natación en la piscina donde se lucían los alumnos pascuenses y en menor medida los iquiqueños. Si no, fútbol, al que obviamente el Bala se sumaba con gran entusiasmo. Llegado el momento de formar los equipos, los capitanes se peleaban por que participara defendiendo los colores rivales. Durante el match, se ponía cerca de la línea lateral derecha y, si pasaba la pelota por ahí, con esfuerzo la detenía, la dejaba quietecita y tomaba vuelo como si fuera a chutear un penal, para pegarle más fuerte. Casi siempre un adversario llegaba antes y se llevaba la esférica a riesgo de recibir el mentado puntapié con el consiguiente cardenal en la pierna, junto con las consabidas disculpas que por cierto no calmaban el dolor.

Llamado pomposamente “la Cancha”, el escenario del partido no era más que un patio de tierra previsoramente alejado del resto de las dependencias del establecimiento. Desde ahí se observaban las tétricas oficinas de la Inspectoría donde imperaba Miguel Cubillos que llegaría a ser Director General de Educación Primaria, la antigua cocina, los servicios higiénicos y duchas. Algunos alumnos en hora libre y otros expulsados de la sala observaban a la distancia.

El partido llevaba pocos minutos cuando la esférica llegó suave, mansita cerca del Bala. Él forzada y aspaventosamente lo detuvo. Sin adversarios cerca, avizoró el arco rival, tomó impulso, cerró los ojos para pegarle más fuerte y tiró…

El balón partió tan raudo como un rayo que va a poner un telegrama urgente hacia las alturas. El portero del equipo rival, tranquilo, lo miró pasar muy lejos de su área. El resto de los jugadores vieron como se acercaba a las edificaciones cruzando el amplio espacio vacío. Un par de segundos más tarde se estrellaba violentamente contra la ventana de la cocina, soltaba una antigua malla tipo mosquitero que la cubría y esparcía con estruendo el vidrio por todos los rincones del recinto, especialmente sobre los tres fondos donde reposaban plácidamente los porotos con riendas recién cocinados. Fue como una pedrada en un árbol lleno de pájaros. Los auxiliares de alimentación salieron alarmados y junto a los alumnos observadores identificaron al hechor, el que llevado de inmediato a la inspectoría fue absuelto, dado que no había intención de daño y el disparo del misil había sido desde la cancha, el lugar ad hoc para chutear. También la autoridad determinó que en ese día “la comida se bota y nadie come por el peligro de los vidrios”. Sólo el pan, cubierto por un blanco paño de saco harinero se salvó y pudo ser distribuido.

A la hora de salida, varias decenas de furiosos ayunantes obligados esperó a Huguito en la esquina del colegio con el malévolo fin de cobrar venganza. Al aparecer éste, uno gritó “allá va” y tras él partió la estampida.

Ahora los compañeros del Bala saben que el muchacho tiene otra importante virtud. Puede ser seleccionado como atleta en carreras de medio fondo, ya que ninguno de los airados justicieros logró atraparlo. Salvo que la extraordinaria velocidad lograda durante la fuga haya sido por la adrenalina descargada. Bueno, ésa será otra historia.

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